Detesto la palabra vocación. Quien la usa empobrece inmediatamente la impresión que tengo de él. Esto ha sido un problema, ya que es un término que se oye a diestra y siniestra cuando uno trabaja en salud. Si le ponen apellidos como “vocación social” o “vocación de servicio” más repulsión me genera.
Al principio me costó darme cuenta por qué no me gustaba. La escena habitual era que, habiendo entrado hace poco a la escuela de medicina, algún amigo o pariente me preguntaba por las experiencias de la carrera con genuina curiosidad. Yo, encantado de hablar del tema, relataba el día a día con detalle y mis respuestas eran sucedidas por más preguntas, que solían ir mutando de la curiosidad al morbo. Una vez que llegábamos a este punto y de yo haber contestado cándidamente sus preguntas, la conversación solía terminar con un resoplido de mi interlocutor seguido de la frase: “Es que para lo tuyo hay que tener vocación”.
Yo sentía que esto era algún tipo de cumplido y pensaba si en lo que había contado había algún motivo para sentirme orgulloso pero no lo encontraba. Pero finalmente me cayó la teja. Esa famosa frase “para lo tuyo hay que tener vocación” era una forma educada de decir “me da asco lo que haces”.
Dudo que eso era lo que ellos tenían la intención de decirme, pero no me cabe duda que eso era lo que sentían. No me importaba mucho la verdad, yo no elegí mi carrera para impresionar a nadie; pero desde ese momento la palabra me dejaba un mal sabor de boca al usarla.
El otro motivo por el que detesto la palabra vocación demoró más en manifestarse y obedece a un proceso de reflexión más profunda. Tiene que ver con el significado literal de la palabra: un llamado.
Cuando se usa la palabra “vocación” para describir un oficio o labor lo que se quiere decir es que no cualquiera puede realizarlo. Es necesario cumplir con el requisito de haber sido “llamado”, lo cual inmediatamente te distingue de tus pares. Y si uno es llamado es porque se poseen virtudes extraordinarias para la tarea en cuestión. Cuando alguien dice que se dedica a algo que requiere “vocación”, lo que realmente piensa es que los que realizan ese trabajo tienen una constitución moral superior.
Basta con ver cuales son las profesiones que suelen esgrimir la vocación como condición sine qua non para ejercerlas: los políticos, los profesores, los sacerdotes y los médicos. ¿Qué tienen en común estos cuatro oficios aparte de ser investidos de una vocación especial? Ejercen poder sobre la vida de otras personas. Y como uno no va a poner su vida en las manos de cualquiera, ayuda mucho pensar que tenemos en frente a quien ha sido “llamado” a ayudarnos. La idea de la “vocación” es una forma de generar una asimetría moral entre quien la recibe y quien no, para que el segundo se allane a obedecer al primero.
Esto aparte de ser una gran mentira es un arma de doble filo. Al colocarnos sobre un pedestal también nos exponemos a un escrutinio moral más intenso. Una de las formas más habituales que tiene la gente de quejarse del mal servicio de un profesional de la salud es decir “¡Se nota que no tiene vocación!”. Al vestirnos con los ropajes de la vocación, nos exponemos a críticas que otras profesiones no suelen recibir: ¡Cómo cobra tanto! ¿Qué es esto de dejar de atender para ir a comer o dormir? ¿Acaso no tiene vocación?
Creo que debemos desechar por completo la idea de la vocación, porque la hemos terminado creyendo nosotros mismos. Pensamos que nuestros consejos deben ser seguidos y si no ocurre nos enojamos y retamos al paciente. No nos sentimos obligados a atender a las personas en el horario acordado, porque nuestro trabajo es “especial”. Hasta los partes de tránsito nos queremos sacar con este cuento. Todo eso se cobra más temprano que tarde. Cuando uno se pone el traje del emperador todo es aplausos y desfiles hasta que alguien hace obvia nuestra desnudez, y ahí queda clara la verdad: nunca fuimos realmente distintos al resto.
Alejandro Pattillo, Puerto Varas, Fin de Diciembre